Las largas exequias de Isabel II –reina de Inglaterra, Escocia, Gales, Irlanda del Norte, y 14 naciones más– se han convertido en un espectáculo mediático y populista, no solo en sus reinos sino en muchos otros países del mundo, incluido el nuestro. Más que una muestra de duelo para aquellos que sienten su pérdida, es una representación teatral con toda la pompa y esplendor de tiempos pasados, para disfrute –televisivo o presencial– de masas ansiosas de evadirse de su difícil realidad cotidiana. La corona británica ha sabido siempre rodearse de ese halo de solemnidad y tradición, respetado y admirado por la mayoría de sus conciudadanos, con el que ha sido capaz incluso de metabolizar los escándalos protagonizados por varios miembros de la familia real. Sin ceremonia, sin boato, en definitiva, sin exhibición, su atractivo disminuye radicalmente, como ha disminuido el de la iglesia católica sin el misterio del latín, el incienso y las catedrales iluminadas por velas. Entonces solo queda la esencia de un cargo público sin legitimidad de origen ni de ejercicio, que podría ser perfectamente prescindible.
Relevo en el trono
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